Algo que murió: ir al cementerio

La ficha me cayó, el pasado 2 de noviembre, el Día de los Muertos. Tapado por los festejos del “Jalogüin”, el 1° pasó sin pena ni gloria, mas, el 2 –al ver el “Feibus”, un tropel de recuerdos me arrolló dejandome “culo pa’rriba” –postura ambigua para estos tiempos de diversidad sexual.
En los ’60 –cuando era pibe-, durante la mañana del 2 de noviembre, hubiese ido al cementerio a acompañar a mi abuela Rosa. También lo hacía un sábado por mes, o en la fecha de los cumpleaños y del fallecimiento de mis ancestros.
Acompañar al cementerio a la abuela era una fiesta. Aunque no había globos ni torta, ni tampoco estaban de moda series de tele con muertos caminando,me sentía feliz ayudándola.

Me encargaba de cambiar el agua a los floreros de las tumbas, y a poner las flores en los nichos altos –la abuela estaba viejita, con sus 68, para subir las escaleras-.
Antes de ir, la vieja cortaba flores de nuestro jardín –para ella era distinto cuando tenía que poner las compradas-, eran las que sus manos habían cuidado.
Así, en esas mañanas, con 7 u 8 años, corriendo entre las tumbas y reverenciando a mis ancestros, era un niño feliz. Cada flor que poníamos, en ese ritual de recordar a los nuestros que habían muerto, más allá de algún lagrimón de la abuela, era algo que hacía con alegría.

Seguramente porque todos, y cada uno, formaban parte del relato familiar. Así, aun sin haberlos conocido, había aprendido a a amarlos. Eran mi pasado, mi historia familiar y, por cómo fueron sus vidas, la historia de mi Patria más cercana.
Así, viví a la muerte, como parte del vivir, como algo tan natural que, lejos estaba de provocarme miedo o cualquier pensamiento feo –en esa época, no existían los pensamientos negativos-.

En los últimos tiempos, la cosa cambió, ya no se va al cementerio. Es más, casi no se vela a los muertos. La cosa se ha convertido en un trámite express: cuanto más rápido, mejor.

Además, con el pretexto de no darles de morfar a los tipos que laburan en la “Quinta del Ñato” cuidando tumbas o levantando cuerpos para pasarlos a una urna –cuando solo quedan los huesos-, muchos piden ser cremados.
Así, con la cremación, además de contribuir al desempleo, se abre una nueva mirada: la de los deseos postumos. Entre ellos, están los más comunes y obvios.

El fana de un Club, va a padir que sus cenizas sean esparcidas en el césped de la cancha de su equipo. Claro que esto no puede cumplirse porque, de ocurrir, los partidos se jugarían sobre una gran superficie de cenizas después de un gigantesco asado.

Aunque ese, quizás sea un buen motivo para resucitar a este fútbol que agoniza: que los partidos se jueguen sobre una cancha en la que, las cenizas de miles de finados que vieron jugar a las glorias de nuestro fobal, les transmitan a los jugadores de hoy, un poco de ese amor por el buen juego y por la redonda.

En una de esas debería permitirse: sería más probable resucitar nuestro fútbol, jugando sobre las cenizas de miles de finados, antes que esperar que el accionar de nuestros “vivos” dirigentes terminen asesinando a nuestro fóbal sin siquiera velarlo.
El asunto es que la cremación puede ocasionar, en algunos casos, algunas sorpresas para los familiares. Como ocurre con “Los puentes de Madison”, cuando los hijos de Meryl Streep -en la ficción, obvio-, se encuentran con que el deseo de su madre es que arrojen sus cenizas en uno de los puentes.

Esto, en la ficción, dio origen a una gran película; en la realidad, descubrir que tu santa madrecita le metía las guampas a tu viejo con un carnicero para nada parecido a Clint Eastwood, sería un hermoso quilombo. Por eso en mi caso, para modernizarme y no dar laburo, voy a pedir que me cremen.

Eso si, quiero que mis cenizas, sean esparcidas en la cima del Aconcagua.

Pero en verdad, no soy tan moderno, ni lo quiero ser. Porque si es por modernidad, qué mejor ejemplo que los EE.UU.: están en el top de los adelantos pero, a su vez, conservan férreamente sus tradiciones.

Y, en eso, solo basta ver cualquier funeral en una película norteamericana –cualquiera sea la clase social a la que pertenecía el finado-.
Por eso nosotros, que siempre estamos modernizándonos, creo que de a poco nos vamos diluyendo como Pátria. En lo personal, intento mantener nuestras tradiciones.

Y, para ello, creo que está bueno tener un lugar en el que, de vez en cuando, ir a poner una simple flor. Respeto los distintos pareceres de mis compatriotas –cada uno hace lo que puede-. Pero, el que los respete, no significa que los convalide con mis prácticas.
Hace 7 años, velamos a mi vieja a la usanza tradicional ¿Por qué dar vuelta la página de alguien que nos acompaño durante casi 88 años en un par de horas y chau?
Recordando al pibe que fui, a las tradiciones que me formaron, veo a los pibes de hoy, a los que se preserva de ese momento como si el muerto fuese la gripe A, y pienso que se les amputa una parte de la vida: el morir.
Pero bueh, parece que el cementerio quedó fuera de las campañas de marketing, del “Ahora 12”, y de los “Cyber Death”, pasó de moda.
En memoria de mi abuela Rosa, y de todos los míos que están en cielo y sus restos en el cementerio.

mm
Acerca de Ricky Veiga 52 Articles
Escritor, guionista, productor de Radio y TV.

Sea el primero en comentar