La pelusa en el ombligo

Estoy tirado sobre la cama. Me miro el ombligo: Está ahí, como siempre, juntando pelusa. Extiendo mi mano y la saco. Revuelvo a discreción cada recoveco de ese agujerito que me recuerda que no soy el primer hombre sobre la tierra, y saco eso: la tierra acumulada. Bah!, tierra. Digamos polvo. Tierra, lo que se dice tierra, hay debajo de la cama (la verdad, tendría que pegarle una buena limpiada pero, como no se ve, a quien le molesta).

Sigo con mi ombligo. Me acuerdo de Pocha: “Si me lo habrá revuelto!”. La verdad, no sé que “metejón” tenía con él.
Cada vez que terminábamos de hacer el amor se tiraba panza abajo, y se quedaba jugueteando con mi ombligo mientras le hablaba. Jamás recordé lo que le decía, porque jamás le di bola.

Mis amigos la apodaban “50 centavos” (porque era tan fea que no valía un mango) pero a mí no me importaba. Yo tenía 15 años y a Pocha, por más fulera que fuese, le gustaba mas “hacerlo” que el dulce de leche. Y en esos tiempos, a la hora de tener sexo, uno no podía elegir mucho.

Además las que hubiera elegido con gusto, no me daban ni cinco de bolilla. Así que, cuando se daba la ocasión, Pocha era la mujer más bella, más hermosa y, sobretodo, la única dispuesta. Y, todo, a cambio de prestarle mi ombligo por un rato.

Sin embargo, es necesaria una aclaración inevitable: Nadie puede rascarle el ombligo a uno como uno mismo. Si me dicen la espalda, por ejemplo, es discutible. Pero, el ombligo…

Imaginemos a un hombre sentado, acostado o, parado contra un poste, con la mirada perdida, y una o sus dos manos rascándose el ombligo. Díganme si ese no es el símbolo de una persona feliz.

No importa los problemas que se tengan. Pero cuando uno se toma unos minutos para perderse en esa magia, el sentido de la vida se reduce solo a eso. Y todo está bien.

Se me ocurre pensar que ahí, en ese punto, esta el vínculo con nuestra madre. Al decir madre, no me refiero a esa señora, también llamada mamá, que cuando éramos chicos, nos tenía todo el tiempo con cosas como: ¡No se habla con la boca llena!, ¡Sacáte esa mano de la nariz, querés!, o ¡Seguí…Dale!!Vas a ver cuando llegue tu padre! Y, la que ahora, aunque hayamos pasados los cuarenta, nos llama por teléfono para preguntarnos: Estás abrigado?, Y esa otra.., te cocina mejor que yo?.

No. Cuando digo “madre”, me refiero a ese tiempo que duró nueve meses. A ese lugar en el que la vida era algo calentito, mullido y protegido. Donde no sabíamos nada de dinero, ambición ni nada que se le parezca.

En esa época flotábamos felices sin preocuparnos por ver que “miércoles” íbamos a comer. Simplemente porque a través del cordón umbilical nos llegaba el mejor alimento que existe.

De todo aquello, el único recuerdo que nos queda es: El ombligo. Por eso cuando, como en estos días, las cosas en el mundo se ponen más locas que de costumbre. Y la tele o la radio se dedican, solamente, a trasmitir más locura. Las desenchufo, me recuesto en un lugar mullido y, mientas me rasco el ombligo, me pongo minuciosamente a recordar ese momento común a cada ser, en el que el futuro es la promesa posible de un mundo feliz, con todos y cada uno de los seres humanos viviendo en armonía.

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Acerca de Ricky Veiga 52 Articles
Escritor, guionista, productor de Radio y TV.

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