El patriarca Gregg Popovich, uno de los mejores entrenadores en la historia de la NBA, supo sostener que jamás había visto en cancha un jugador con el fervor competitivo de Manu Ginóbili, pero lo más sustancioso del caso es que lo dijo allá lejos y hace tiempo. Esto es, cuando el bahiense tenía cabello, vigor y juventud como para regalar. Eran los días de plenitud de alguien que aun cuando había brillado en Italia tenía que aprobar las materias más exigentes de la élite del deporte de la pelota naranja. Pues bien: no será indispensable demasiada perspicacia para deducir que hoy, cuando Manu está próximo a cumplir 40 años, el viejo sabio de Popovich no diría algo muy diferente. Hace algunas semanas, de hecho, advirtió que piensa valerse del bahiense hasta agotarlo tal si fuera una barra de jabón.
Asumido que a los argentinos nos cuesta calibrar la vara emocional y que por ende corremos el riesgo de volvernos exagerados y machacones, no está de más anclar en la mirada de Popovich, en la de Charles Barkley –que palabras más, palabras menos, dijo que en clave de destrezas para el básquet Manu es igual de negro que un negro-, en la de Steve Nash, que el sábado por la noche volvió a calificarlo de “maestro”, y en la de todos, adversarios o compañeros, que no han escatimado una alta valoración.
Manu, ese tipo que a los 40 roza cumbres más altas de las que han rozado, rozan o rozarán cientos de muy buenos jugadores de la NBA a los veintitantos, es desde hace rato un insigne miembro del poker dorado del deporte argentino. Mientras pensamos en qué lugar lo pondríamos, no está de más examinar quién otro ha sabido conmovernos tanto en su versión otoñal.
