Lo vieron a Armando?

“El tiempo se come cualquier pintura”, sentencia el padre de Beto cada vez que el hijo lo va a visitar y le pregunta cómo está. El viejo se queja de eso, del paso de los años. Extraña el tiempo en que los huesos no le dolían, como lo hacen ahora. Esa época dorada de farra y juventud.

Beto no puede evitar un nudo en el estómago cada vez que ve a su padre renguear, o tomarse la cintura al caminar. Le parte el alma ver la cara de dolor que el viejo pone, cada vez que intenta levantarse de la silla para agarrar la pava, llenarla, ponerla a calentar y preparar el mate. “¡Dejá papá, lo hago yo”, le dice Beto pegando un salto desde su propia silla al tiempo que detiene a su padre apoyándole una mano suavemente sobre el hombro.

 “Es que Armando siempre la tuvo fácil”, cuenta Beto cuando le preguntan por su viejo. Intentando explicar y explicarse la amargura de su padre ante los achaques del tiempo. Y mucho no yerra. 

 Armando Funez, su viejo, tuvo una vida cómoda. Apenas cumplidos los 18, el padre lo hizo entrar en el banco. Armando sólo tenía la primaria, pero el viejo tenía lo que faltaba, la palanca. Eran tiempos en los que, para la gente del común, el tener un conocido milico, cura o político, abría las puertas a los mejores laburos. Y el padre de Armando conocía a  uno de estos tres: un viejo caudillo conservador. 

Así, con su pelo engominado y unos flamantes dieciocho, Armandito entró una mañana al banco del que saldría treinta años después con una jubilación de primera. Durante ese tiempo y hasta hoy, Armando fue siempre un dandi. Era uno de los pocos padres de los pibes de Gerli que iba a laburar de traje. Uno de los pocos que frecuentaba la confitería Richmond o los “36 Billares”, más que el buffet del club Villa Modelo o de “Los Once Luceros”. Ni hablar de los cabarets o la milonga: gastó suelas hasta casi los cuarenta, cuando se casó.

 “¿Te das cuenta? Soy hijo único, joven, con un papá grande y viudo”, se lamenta Beto a la hora de correr para atender al padre. “Pobre viejo, se le fue la vieja y le llegó el reuma. Por eso se queja tanto, ya no puede salir de parranda como hizo siempre y justo ahora, que las milongas están de moda”, se conduele, mientras le cuenta de su viejo a la amiga de una compañera de laburo.  La mina lo mira y no sabe si enternecerse o asustarse. Es la primera salida que tienen juntos y ya le contó que tiene cuatro hijos de dos matrimonios anteriores. Que a los dos más chicos, los lleva todas las mañanas al colegio.

Que a la más grande la va a buscar dos veces por semana a la facu. Y al del medio una vez al psicólogo. La mina lo escucha contarle del padre y recuerda lo que le dijo la amiga que se lo presentó, “no sabés…es tan bueno”. “Sí, es tan bueno que parece un monje franciscano”, se dice a sí misma mientras se imagina que suena el celular mientras hacen el amor, y él sale corriendo para atender al padre o a los hijos, en medio del orgasmo.
“Entendés, yo soy un hijo presente”, concluye Beto su relato de hijo.

La mina entiende, la amiga tiene razón: es buen tipo, lindo, con solo cuarenta años y…con poco tiempo disponible. Una semana después de dejar mensajes en el contestador, Beto entiende que otra mina más le esquiva el bulto. Resignado, da vuelta la página y sigue con sus cosas. Entre ellas, llamar al padre para ver cómo está: “acá ando hijo, con esta pierna y esta cintura que no me dejan vivir”, se lamenta Armando. Después de preguntarle si tomó el calmante, de decirle que tenga paciencia y recordale que al otro día lo irá a ver, corta el teléfono y se prepara algo de cenar. Son casi las diez de la noche y recién para.

Mientras picotea unos fideos recalentados, hace zapping en la tele. El dedo se detiene en un programa de los que muestran la realidad cotidiana. El tema del día: las milongas de Buenos Aires. Beto mira a esa especie casi en extinción, los viejos milongueros. Esos tipos tan parecidos a su viejo. Esos hombres que gastaban baldosas con sus firuletes. Como ese viejo al que, en medio de un salón, le hacen rueda pa’ verlo bailar. 

La cámara toma las piernas del bailarín. “Igualito a Armando. Si lo viera el viejo…”, dice Beto pensando en su padre. Después, la cámara hace un plano general de la pareja de bailarines. “Una piba de unos treinta con un veterano de casi ochenta”, dice una voz en off.  “¡Ochenta y dos!”, grita Beto agarrando el teléfono. “Hola papá, yo de nuevo ¿cómo andás?”, le pregunta, haciéndose el gil. “Igual nene, qué querés con este reuma”, responde Armando con voz de víctima, “qué pasó”. “Nada, no pasa nada. Llamo porque estoy viendo el documental sobre los milongueros”. “¡Lo estás viendo!”, interrumpe el padre,” ¿Viste cómo ando? Un violín nene, un violín ¿viste la pendeja que me estoy morfando?”.
Beto no contesta.
Corta el teléfono y marca otro número. Le responde el contestador. “Hola, habla Beto, el compañero de laburo de Marita ¿te acordás de mí? Quería saber si este sábado estás libre, ocurrió un milagro, mi viejo se curó del reuma”.

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Acerca de Ricky Veiga 52 Articles
Escritor, guionista, productor de Radio y TV.

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