Esa mina tan hermosa

A comienzos de los ’60 los inviernos se hacían sentir mucho más que ahora.
Ojo al piojo, no lo digo por el reuma y demás achaques que van viniendo con los pirulos que tengo en el lomo. ¿Cómo decirlo para no ser grosero? Diría que era un frío de cagarse. Así que a esta altura de junio no hacía falta que te recordasen que el invierno comenzaba: con salir a la calle ya lo sabías.
Aunque, en verdad, no hacía falta salir a la calle.

A comienzos de los ’60 no existían las estufas de tiro balanceado, ni las eléctricas de cuarzo, ni –mucho menos-, el aire acondicionado. Si lo pienso bien, hasta podría afirmar que no existía ni el gas (la cocina de mi vieja era a gas de kerosén, y la primer Kenia –a garrafa por supuesto-, la compramos en el ’66-. Asi que, en las casas, abundaban los braseros con carbón y los Bram Metal.

A los que, en ambos, las abuelas acostumbraban colocarles cascaritas de naranja o mandarina para perfumar el ambiente.
Me resulta imprescindible aclarar que en esos tiempos las naranjas y las mandarinas eran frutas de estación, y tenían, gusto a lo que sus nombres indicaban: a naranja y a mandarina. No como ahora que tenemos naranjas y mandarinas todo el año con color y forma de las frutas en cuestión, pero con gusto a… a cualquier cosa menos a naranja y mandarina.
Por lo antedicho y con el agregado de que gran parte de las casas eran de chapa y de madera, un braserito o un Bram Metal, distaban mucho de la calefacción actual. Asi que si no estabas pegado al brasero o al calentador, el frío era el mismo que afuera.

De todos modos en 1962, cuando empecé primero inferior, el frío no me importaba.
Estaba en la mitad de mi infancia y mucho más ocupado en descubrir el mundo y en algo, quizás, mucho mas importante: remontar el barrilete de mis sueños.
Por esos tiempos la vida era un soñar con el futuro.
Y en ese futuro, a pocos años del ’55, con Perón en el exilio, y con Frodizi recién derrocado por el primer golpe militar que mis compañeros y a mi nos tocaba vivir, la política, rozaba hasta nuestra infancia, y por tanto, el porvenir soñado incluía a nuestra Patria.

Fue en ese año que me enamoré de esa mina. Aunque la conocía desde hacía un tiempo, fue recién entonces que reparé en ella hasta el punto de sentir que se me había metido profundamente en el alma.
Quizás por eso cuando llegó el día de su cumpleaños y en el patio de la escuela N° 30 le cantamos su canción, la emoción que sentí, es la misma que siento ahora al escribir mientras me recuerdo como lo que era: un purrete de seis años, con pantalones largos de franela gris (con pitucones en las rodillas), zapatos Siete vidas (los de los gatitos en la plantilla), guantes de lana, delantal almidonado, y el cuerpo firme, con una firmeza que me salía de lo mas hondo de mis tripas, cantándole “Aurora”, a mi Bandera, a la Bandera de mi Patria.

Jamás me canso de hacer mías las palabras de Rilke: “La infancia es la Patria del hombre”. Amo a aquel niño que fui. Ese niño sigue vivo y presente en mi corazón.
Son los sueños de ese niño los que me permiten seguir soñando y creyendo que nuestra Patria no solo se merece un futuro mejor, sino, que algún día lo tendrá.

Y, como que hay un Dios, nosotros lo veremos.
Ojo, no confundir “nosotros” con el niño que fui y el adulto que escribe. Quiero decir, Nosotros los argentinos.
Cantándole “Aurora”, a esa mina tan hermosa.
¡Feliz día de la Bandera!!!

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Acerca de Ricky Veiga 52 Articles
Escritor, guionista, productor de Radio y TV.

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