La pierna ortopédica

La gruesa rama del álamo cruzaba la vereda de manera horizontal y en dirección paralela a la calle. Junto al ancho tronco a un costado, haciendo las veces de poste, ambos formaban un arco casi perfecto. El “casi”, se debía a la falta de un poste.

Por eso, los pibes de la cuadra le habíamos puesto el arco rengo. Aunque en verdad, el nombre le había sido dado un par de generaciones atrás, cuando Don Berto, el abuelo del Dani, inclinó una ramita nueva en sentido horizontal, le ató una soga en la punta y la sostuvo durante meses agarrada a un poste de alumbrado.

La ramita fue creciendo y cuando obtuvo el grosor suficiente, Don Berto cortó la soga y… milagro: la rama quedó paralela al piso sin moverse un pelín.

Lo que el viejo no imaginó es que con su deseo de dar sombra a la mayor parte de su vereda, estaba armando un arco para los pibes de la cuadra. Además, como el álamo comenzó a dar tanta sombra, la gramilla se fue secando por falta de sol. Así, junto con el arco para jugar a los penales, la superficie libre de pasto fue la justa para armar la mejor cancha de bolitas de la cuadra.

Jamás preguntamos qué decía Don Berto, en el tiempo en que los pibes lo llamaban Alberto, al encontrar su vereda llena de purretes jugando a la bolita o los penales y sin dejarlo tomar sombra.

Solo sabíamos que, de viejo, siempre nos dejó jugar. Eso, sin contar que con cada poda de invierno, nunca tocó esa rama hecha tronco. Quizás porque al fin de cuentas, estaba orgulloso de su obra: el “Rengo” o la cancha de bolitas de Don Berto, habían hecho felices a su hijo primero y a su nieto después y, junto con ellos, a los pibes de la cuadra y del barrio.

Así, cuando nos cansábamos de jugar picados, nos mandábamos unos desafíos a penales bajo el arco del “Rengo”. En época de vacaciones, el primero en salir a la puerta después del almuerzo se ponía a patear desde la calle contra el arco vacío hasta que los pibes iban apareciendo. La idea era estar entrenados. Conocer bien el ángulo entre el tronco y la rama-travesaño como para clavarla en el único ángulo que no ofrecía discusión.

En el otro, como el poste lo hacíamos con una lata o un pulóver, el ángulo era imaginario. Por lo cual, clavarla ahí, era motivo de reclamos tipo “pasó afuera”, “se fue larga” o cualquier excusa buena como para invalidar un gol.

Con el tiempo, como los desafíos se fueron haciendo más picantes, fuimos formando parejas. Así, cada pareja aprovechaba los momentos libres para entrenarse atajando y pateando por turnos. Aunque lo más importante era estar bajo los dos palos del “Rengo” y practicar en el puesto en el que casi nunca jugábamos, de arquero. Además, en verano, atajar tenía un plus extra, el fresco de la sombra.

Y fue ahí, bajo la sombra del “Rengo”, que nació la idea de armar un campeonato a penales entre los pibes de las cuadras aledañas. La idea prendió en todos. Poco a poco el campeonato se fue organizando, creciendo en pretensiones y en problemas. Primero fue determinar si cada cuadra era representada por una o varias parejas.

Después, definir si iba a ser a uno o doble nocaut y en cuántas fechas se haría. Pero eso no fue nada, entre que más avanzábamos, la idea se fue agrandando hasta llegar a la pretensión de entregar trofeos y medallas al Campeón y Subcampeón. De un desafío cuadras contra cuadras habíamos terminado en un campeonato de la AFA.

Nos la habíamos creído tanto que lo único que faltaba era que sacáramos un álbum con nuestras caras en las figuritas. Tras varios días de deliberaciones y cuando por fin definimos todo, organizamos una reunión debajo del “Rengo” con los pibes de las otras cuadras para explicar cómo iba a ser el campeonato.

En cuanto nuestros rivales comenzaron a discutir el reglamento, Marcelito Reguera-con los años fue abogado- sacó un cuaderno “Lanceros” donde tenía anotado todo y le cerró la boca. Marcelito hablaba, los pibes escuchaban y nosotros mirábamos nerviosos. Cuando lo escuchamos decir “¿ya está?” y nadie retrucó, nos quedamos tranquilos.

En eso, cuando ya casi nos despedíamos, un pibe nos tiró la bomba “está todo arreglado, pero el “Rengo”, así como está, no va”. El chabón, un turro de aquellos, decía que un campeonato serio no podía hacerse con un arco al que le faltaba un poste. Ahora resultaba que el “Rengo”, nuestro arco de toda nuestra infancia y de la de nuestros viejos, no servía.

Le dijimos a los pibes de las otras cuadras que nos dejaran solos y nos quedamos deliberando bajo la sombra. Al rato concluimos que tenían razón, el “Rengo” no servía: el campeonato era algo demasiado importante como para jugarlo en un arco sin un poste.

El asunto era cómo resolverlo, árboles con dos troncos no se podían pedir. “Hagámosle uno”, dijo uno de los pibes, “mangueamos un tirante, hacemos un pozo, enterramos la punta de abajo y, la de arriba, se la atamos a la rama”. “¿Y Don Berto”, preguntó uno de los pibes. “No pasa nada”, dijo Reguerita, “le contamos lo del campeonato y le decimos que es provisorio, que es como si le pusiéramos una pierna ortopédica.

Que en cuanto termina la desarmamos y, el “Rengo”, vuelve a ser rengo”. Cuando le dijimos a Don Berto que el árbol no nos servía, se puso triste. De todos modos no tuvo problema en que lo emparcháramos. Un viernes a la tarde, le pedimos al padre de Tito la escalera alta que se había afanado de Segba y, en un rato, el poste o la pierna postiza, estuvo lista.

Al otro día, a las nueve de la mañana, comenzaría el campeonato con el “Rengo” y su otra pata. Esa noche casi ninguno durmió y, aunque los sábados costaba arrancarnos de la cama, a las ocho estábamos todos dándole al pan con manteca y la leche con el “Nesquik” o la “Zucoa”. La ansiedad era inmensa, nos habíamos entrenado a lo bestia y, aunque ninguno había atajado con el nuevo poste, conocíamos al Rengo como nadie.

“¡Terminá tu leche sentado, querés!”, fue la orden que dieron la mayoría de las madres esa mañana. Pero no, todos terminamos de pie nuestro desayuno, para salir corriendo hacia lo de Don Berto. Sería muy difícil medir el tiempo que estuvimos callados. Por más que los autos tocaban bocina para pedirnos paso, ninguno de los pibes se movió de la calle. Por primera vez en años podía verse el frente completo de la casa de Don Berto. Parecía increíble pero el “Rengo”, se había ido caminando.

La cancha de bolitas estaba destruida: en su partida, las raíces de nuestro árbol arco la habían levantado toda. Lo único que había dejado, era un rastro de tierra que se perdía en el asfalto y el poste que le habíamos agregado, la pierna ortopédica. No la necesitaba.

Durante el resto del día nos la pasamos buscando al “Rengo” y preguntando a los vecinos si habían visto algo: nadie sabía nada.

Con los meses, de vez en cuanto nos llegaban noticias de que en barrios lejanos se organizaban campeonatos de penales que terminaban frustrados. Cuando eso ocurría, nuestro comentario era siempre el mismo, “de nuevo otros giles que le metieron al “Rengo” una pata ortopédica”.

Pasado un año largo, nos llegó el comentario de que una vez por mes en la cuadra de un barrio se hacían unos campeonatos de penales que no tenían igual. Lo que no sabíamos, era dónde.

Fue justo en el tiempo en que, un domingo por mes, Don Berto salía vestido con su mejor pilcha y se tomaba el colectivo.

Convencidos de que el viejo sabía dónde estaba el “Rengo”, lo encaramos una mañana y le preguntamos a dónde iba. Mientras se acomodaba la gorra, Don Berto nos respondió, “voy a ver a un amigo. A un viejo y querido amigo”.

Acerca de Oscar Posedente 12821 Articles
Periodista, locutor, actor y editor de Semanario Argentino y de Radio A de Miami. Director de Diario Sur Digital.