La Copa de un pueblo. Fueron ellos con todos los demás los autores de la gesta. Los jugadores de la Selección y la gente, los hinchas argentinos que enamoraron a una Nación como Qatar, tan encumbrada en la rigidez y tan entregada, sin embargo, a la pasión que mostró un pueblo entero con sus enrosques, sus mañas, su alegría muchas veces sin sustento, sus irrupciones.
Todo cambió después del cachetazo inicial contra Arabia, cuando no todo el pueblo cantó, ni hubo La Doce coreando, ni nada. Se notó la frialdad inicial, el desconcierto. Todos dispersos, sin organización. Fue derrota.
Pero la reacción fue rápida y a partir de México todo cambió. Circuló en los grupos de hinchas argentinos un mapa de los estadios donde la Selección iba a jugar su próximo partido, el que fuera, y una zona marcada para coincidir: detrás de uno de los arcos. En el mismo paravalancha se veían cuerpo a cuerpo camisetas que jamás habían estado (ni volverán a estar) juntas con un mismo objetivo. River y Boca, Chicago y All Boys, Colón y Unión, Racing e Independiente y hasta Newell’s y Central.
Unos llegaban con los bombos, otros con el cotillón, todos respetando el lugar. Había códigos, por supuesto, como en toda popular, pero había, sobre todo, comunidad. Entonces el Muchachos copó todas las escenas que vinieron después, rugió cuando debía, empujó cuando el equipo se caía, y lloró cuando la gloria ya existía.
Hubo el Domingo en el estadio Lusail cerca de 50.000 argentinos entre los más de 88.000 espectadores, todo a 13.000 kilómetros de Buenos Aires. Hubo también miles de globos celestes y blancos, miles de banderas, cientos de tirantes. Nunca se había visto una fiesta semejante en un Mundial, pero mucho menos en una final del mundo.
“Gracias a la gente, nos dieron una mano que no se imaginan”, reconoció Lionel Scaloni ya con la tercera estrella de campeón mundial.
Lionel Messi también supo cuánto valió la gente: “Sentí durante todo este tiempo el cariño de los hinchas, desde la Copa América para acá que estamos viviendo momentos increíbles con ellos. Antes se valoraba solo ganar o perder, pero hoy creo que la gente valora más otra cosa y eso se notó”.
Fue así, en toda la Argentina, en las Capitales, en las grandes ciudades y en los pueblos de un puñado de habitantes, todos detrás del mismo sueño, por primera vez. Aunque acá, en Qatar, ya sobre el final, los hinchas que dejaron el corazón en el fastuoso y opulento país de la riqueza, fueron campeones del mundo comiendo una vez al día, amuchándose en lugares porque ya no había con qué pagar, pidiendo donaciones a sus seguidores y haciendo comunidad, la materia que el argentino domina de taquito.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.
Ahora toca volver. Campeones del mundo 36 años después. Por el descomunal talento de Lionel Messi, por la enjundia de Julián y de Enzo, por la garra de Otamendi y la locura de Dibu Martínez, entre tantos más. Pero fueron ellos, los hinchas, con bombo, bandera y vincha, el corazón de la Copa del Mundo.
«No te lo puedo explicar, porque no vas a entender«(TN)
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